domingo, 3 de noviembre de 2013

De cómo feneció el amir Jusef Abu Jacub Arturmás



Cual si se tratara de una jovencita púber expuesta a los cañonazos hormonales de la adolescencia, sufre la Historia de vaivenes y retortijones propios del más molesto e inoportuno colon irritable. Como en una eterna noria redundante, los embarcados en sus cabinas temporales suben y bajan, vienen y van y cambian sus caras, aunque los verdaderos rostros sigan siendo los mismos, y los sucesos de hoy y las actitudes de los humanos ante ellos sean copias miméticas y replicantes de los vistos y vividos ayer.

Viene esto a cuento porque asistimos y somos partícipes hoy de “remakes” con sabor a nuevo pero tan poco originales como la próxima versión, aún no rodada, aún no ideada de la siguiente tediosa repetición del mítico Superman. ¿De dónde partimos ahora para elaborar la perspectiva pretérita de nuestro argumento? Cualquier acontecimiento histórico nos serviría, pero por comodidad podemos anclar nuestra azarosa nave ante las murallas de Santarén del 580 de la hégira mahometana, año de Nuestro Señor de 1184.

Corrían por aquel entonces tiempos prometedores y halagüeños para el Amir almohade Arturmás..., ¡opsssss!, ¿en qué estaría yo pensando...? Quise decir Amuminin Jusef ben Abdelmumen ben Aly Zenete Alcami, por sobrenombre conocido y apellidado Jusef Abu Jacub, hijo del fundador de la dinastía que vino a derrotar y suplantar el imperio de los almorávides en el norte de Africa y sur de la península ibérica. Establecida su corte en Marrakech, cruzaba el Amir con cierta frecuencia el estrecho para poner orden en sus dominios europeos y emprender justicieras algaras y aceifas contra los infieles de los reinos de León, Aragón y Castilla, a quien Alá confunda. Cuentan los cronistas que hacían en aquella jornada yihad con el rey musulmán que su señor el Amir Jusef Abu Jacub Arturmás proclamó la guerra santa –la tercera bajo su mandato-- contra Castilla y contra León, ayuntó kábilas, atravesó el mar y junto a decenas de miles de jinetes y peones de las tribus berberíes masamudes, magaravas, zanhagas, zenetes y owaras, puso pie en tierra hispana y desembarcó con su guardia, visires y nobles almohades en el puerto de Gebalfetah, allegándose con no mucha demora a Gezira Alhadra, Xeris, Nebrissa e Isbiliya y dirigiéndose al algarbe peninsular para poner cerco a Santarén. Cercada ya y combatida con máquinas e ingenios de guerra la ciudad, convocó entonces el Amir Arturmás, enviado de Dios y príncipe de los creyentes, a sus caudillos en el día siete de la luna y mes musulmán de Rebie primera y procedió a impartir órdenes. En tumultuosa reunión, mandó a su hijo que al rayar el día partiese en venturosa cabalgada hacia Lisbona con su gente de Andalucía para proseguir la gazúa y dispuso distintos planes y destinos para los otros jefes de unidades de sus cuerpos de ejército.



Pero quiso el Altísimo, o el diablo en dura pugna con él, enredar en las órdenes y buscar la perdición de los creyentes. Mientras el Amir Jusef Arturmás descansaba y reunía fuerzas para la dura batalla del siguiente día, el hijo del Amir confundía las instrucciones (al menos eso trasladan los cronistas musulmanes, que los cristianos que los leen son menos bienintencionados) y emprendía inmediata marcha nocturna hacia Sevilla, en lugar de cabalgar al amanecer contra Lisbona. Por mor del demonio y mientras Abu Jusef Arturmás dormía, la orden errónea de mudar los reales por orden del Amir, o la sutil e ignorada conspiración contra el visionario rey almohade, se contagiaba de tayfa a tayfa y las kábilas fueron silenciosamente levantando todas ellas el campo en plena noche.

Descansado despertó al alba el rey almohade Abu Jusef Arturmás y tras orar según su doctrina, al clarear el día salió de su pabellón para descubrir que había sido abandonado por los suyos, que su milenario ejército habíase esfumado y que sólo unas pocas tiendas con intendentes, servidores menores de su persona y mujeres del harén le acompañaban. La santa guerra ordenada por el amir catalán, opsssss...., ¡otra vez!, quise decir almohade, se había transmutado pues en una pavorosa soledad ante las murallas de una impávida ciudad cristiana, plagada de castellanos, leoneses y lusitanos del Algarbe, que contemplaban con asombrosos ojos de incredulidad el solitario pabellón real.

No duró mucho el éxtasis, pues narran los cronistas que los santareños y sus refuerzos foráneos abrieron de súbito las puertas de la muralla, acometieron con ímpetu el pabellón real y alancearon al solitario rey almohade Arturmás hasta acabar con él y con su precipitada yihad. Adornan unos su muerte revistiéndola de heróica después de haber acabado a espada con seis enemigos y otros cuentan que herido fatalmente, fue rescatado antes de expirar por dos solitarios jinetes almohades, Abdul Durán y Abdul Lleida, que volvieron grupas al apercibirse del error estratégico.



Pero todos convienen en que siendo potestad de los reyes desafiar al destino, también lo es del Altísimo determinar finalmente cómo los mortales, sean creyentes o infieles, catalanes o castellanos, han de terminar sus días, siempre en solitario, para rendir cuentas por su exacerbado orgullo y por sus irreflexivos pecados.

De la Historia del mundo de antaño, aprendemos lecciones y elaboramos hojas de ruta para el mundo de hogaño. En Santarén, en Cataluña y en España. En 1184, en 2013.



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